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Thursday, April 30, 2009

la auténtica experiencia

«… sin embargo el trabajo de la fábrica no me aportaba nada, sólo era un pasatiempo laborioso que requería diligencia y sentido de responsabilidad. La vida se queda vacía si no la llenas con alguna tarea peligrosa y emocionante. Y esa tarea no puede ser otra que el trabajo. El otro trabajo, el invisible, es el trabajo del alma, del espíritu, del talento, cuyos frutos cambian el mundo y lo hacen más próspero, justo y humano. Leía mucho. Pero con la lectura pasa lo mismo, ya sabes… sólo obtienes algo de los libros si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que has aprendido, a emplearlo en construir algo en la vida o en el trabajo… Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo, que está en boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna, así que voy a dedicar una hora por la mañana y otra por la noche a leerla. Ésa era mi forma de leer… hubo un tiempo en que para mí la lectura era una auténtica experiencia, el corazón me brincaba dentro del pecho cuando tomaba entre mis manos la última obra de un autor conocido, el nuevo libro era como un encuentro, una compañía peligrosa de la que podían surgir emociones gratificantes, pero también consecuencias dolorosas e inquietantes. Pero para entonces ya leía igual que iba a la fábrica, participaba en eventos sociales o acudía al teatro, igual que vivía en casa con mi mujer, lleno de atenciones y de cortesía, y mientras tanto me torturaba el corazón una sensación cada vez más aplastante, un grito sordo que me advertía que tenía un problema muy grave, que estaba en peligro o quizá enfermo, o que tal vez estaba siendo víctima de una traición o una conspiración…» Sándor Márai, La Mujer Justa.